Corina Tulbure: «Lo que más nos da sentido de pertenencia son las relaciones que tenemos, las personas que amamos»

Corina Tulbure: «Lo que más nos da sentido de pertenencia son las relaciones que tenemos, las personas que amamos»

Por Clara Esparza.

Corina Tulbure migró a Barcelona desde Rumania en 2001, con un gran desconocimiento sobre la realidad de los y las migrantes y los obstáculos burocráticos a los que a menudo se enfrentan. Después de esta experiencia, Corina ha ejercido como periodista freelance e investigadora, siempre poniendo la cuestión de la migración en el centro de sus preocupaciones.

¿Qué año migraste a Cataluña y por qué? ¿Cómo definirías tu experiencia migratoria?
Migré en el 2001, por amor y porque quería seguir estudiando en Barcelona. En ese momento tenía poco más de veinte años y no conocía mucho mundo, puesto que no había vivido antes en ningún otro país extranjero, por lo que no conocía nada sobre el hecho de migrar, la Ley de Extranjería, todos los obstáculos burocráticos existentes… todo esto lo fui descubriendo a medida que intentaba hacer mi vida en Barcelona.
Desconocía totalmente esta realidad, que es el sistema migratorio, y que no es sólo una realidad social, sino también individual (ya que afecta a nivel colectivo ya cada individuo). Tampoco sabía ni entendía cómo funcionaba. Recordemos que estamos hablando del 2001, cuando Rumanía todavía no formaba parte de la UE y, además, entre 2001 y 2004 fue el período de migración de muchas personas de Rumanía en España, por lo que había bastante estigma hacia este col colectivo de migrantes.
Cuando esto se vive por primera vez, lo primero que sientes es que no entiendes nada, te preguntas por qué te pasa a ti, qué has hecho mal, pero luego entras en una fase donde ves que son procesos que se repiten, que les pasa a muchas personas y te das cuenta de que es algo sistemático. Recuerdo que con 20 años, al salir de Rumanía, no daba importancia al pasaporte, el peso del pasaporte lo descubrí viviendo en Barcelona. Después descubrí todas las categorías administrativas y sociales, como la condición de migrante.
Nunca he comprendido su significado real y tampoco sé cuándo uno empieza o deja de ser “migrante”, especialmente a día de hoy, cuando hay mucha movilidad (muchas veces forzada y otras impuesta) y cuándo el mundo virtual uniformiza cada una vez más nuestra imaginación y nuestros deseos.

En tu doctorado has estudiado el papel que juega la emocionalidad en la gestión de la inmigración, esto es, el comportamiento de las instituciones y la aplicación de la objetividad a la hora de implementar los programas de inclusión. ¿Qué podrías decirnos sobre esta supuesta inclusividad y paridad que hay detrás de los procesos burocráticos y los programas de inclusión? ¿Es esto así en la realidad?
Llegué a los estudios migratorios después de haberlo sufrido en primera persona, de algún modo, y porque quería comprender cómo funcionaba todo un montaje que había descubierto al llegar a España, lo que se llama el régimen migratorio. Qué ocurría en este encuentro entre un burócrata-funcionario que trabaja para el estado (en cualquier tipo de programa o de institución, desde la Oficina de Extranjería, hasta la policía, los servicios sociales y de mediación) y una persona que no tiene los papeles, que desde el punto de vista administrativo no está reconocida como ciudadano, que tiene derechos, pero a la que no se le reconoce. Me refiero a las personas en «situación administrativa irregular». Este encuentro entre el funcionario y la persona sin papeles, un encuentro burocrático, dice mucho sobre cómo se accede a los derechos.
Mirándolo en frío, es un encuentro entre dos personas que no se conocen, nunca se han visto en sus vidas, pero en el que una persona tiene el poder de decisión sobre la vida del otro.
Después, también me pregunté cómo era posible que personas que precisamente criticaban las políticas migratorias acabaran actuando dentro de un sistema que las aplica. No se trataba de simpatizantes de extrema derecha con discursos contra las migraciones. Observé que en realidad eran personas muy compasivas, que eran conscientes de los efectos negativos de su trabajo pero que acababan formando parte de un engranaje represivo hacia los migrantes: “La banalidad del mal”, por citar a Hannah Arendt .
También descubrí cómo las emociones juegan un papel definitivo en la aplicación de las leyes, protocolos, etc. Desde fuera se presupone cierta objetividad, monotonía, aplicación de la racionalidad, pero la realidad es que, en la práctica, esto no es así para nada, hay muchísima arbitrariedad y las emociones influyen muchísimo en los procesos de decisión.

Reunión en Túnez con familiares de desaparecidos. Foto Roger Grasas

Reunión en Túnez con familiares de desaparecidos. Foto Roger Grasas


Durante los años 2012-2018 trabajaste como periodista freelance, tanto a nivel nacional como internacional. ¿Nos podrías contar tu trayectoria?
Empecé en 2012 a cubrir temas de inmigración porque me di cuenta de que era una realidad muy invisible para el resto de la población y que muchas historias dolorosas se repetían, que tenían un carácter sistémico.
En primer lugar, estuve cubriendo la temática de las migraciones en España: las problemáticas con los documentos y las fronteras, siempre como freelance. En 2016 me fui a Turquía a cubrir la llegada de los refugiados sirios al país y la guerra de Siria.
Antes de ir a Turquía, en el 2015, había cubierto la llegada de los refugiados a la ruta de los Balcanes, pasando por países como Bulgaria, Hungría, Rumanía, Alemania y campos de refugiados, siguiendo la ruta que realizaban las personas migrantes.
Después de esta época de movimiento a nivel internacional y de cubrir desplazamientos y fronteras, empecé a cubrir temas políticos y sociales, relacionados con la migración en Europa del Este, moviéndome de un país a otro (Hungría, Rumania, Moldavia, Ucrania, Armenia, Georgia, Kosovo). Había esa idea de que, por el hecho de provenir de Rumanía, lo entendería mejor, aunque yo no lo creía así, porque cada país es diferente y tiene una historia y una diferencia idiomática muy importante.
Fue una época en la que conocí a gente fantástica y me gustó mucho estar cerca de las historias y vivencias de la gente, que es lo que te da el periodismo. Para mí, además, fue una época de liberación del estigma de la «mujer migrante». Yo iba con el carnet del Colegio de Periodistas de Catalunya y mucha gente me preguntaba si era española, a lo que yo les respondía que sí, aunque mi pasaporte era rumano. A veces, me preguntaba a mí misma si era correcto mentirlos, pero la realidad es que llevaba la mitad de mi vida en Barcelona. Me resulta curioso el apego a un sitio, cuando lo que más nos da sentido de pertenencia son las relaciones que tenemos, las personas que amamos, no los lugares.
De ese período, me siento muy agradecida con algunos redactores y medios que confiaron en mí, no sólo por haberme dejado de ver como migrante, sino por sentir que la gente confiaba en lo que estaba haciendo.

¿Cómo describirías tu experiencia como mujer periodista en un mundo tan masculinizado, especialmente en ese momento, cómo era el periodismo internacional y en las fronteras?
Aunque parezca una paradoja, en las zonas de conflicto o postconflicto me resultaba más fácil el acceso por el hecho de ser mujer. Quizás mi edad, o el hecho de ser freelance, hicieron que consiguiera permisos y accesos a diferentes grupos o personas, creo que era demasiado ingenua para representar una amenaza.
Sin embargo, como mujer, y sobre todo como periodista freelance, vives una permanente tensión porque muchas veces te encuentras sola en los sitios y sólo cuentas con la hospitalidad o la amabilidad de la gente. No existe ningún tipo de protección en este sentido, ni física, ni a nivel logístico y se añade la precariedad económica de las mujeres periodistas freelance.
En ese sentido, para mí, el compañerismo y la amistad con los periodistas locales fueron fundamentales para sentirme más segura y poder trabajar.

Recientemente, con la Asociación Institut de les Desigualdades, con la que colaboras como investigadora, has realizado un estudio sobre la memoria y reconocimiento del activismo de las mujeres migrantes en Cataluña, con un repaso desde los años 80 hasta día de hoy. ¿Por qué crees que es importante incorporar estas luchas en la memoria histórica de Cataluña?
La idea de hablar de la memoria de las migraciones surgió al volver a leer noticias de hace unos 20 años sobre las migraciones, las del 2001, precisamente cuando yo llegué a Cataluña. Observé que se utilizaba el mismo lenguaje, los mismos estereotipos. Los hechos, la localización eran distintos, pero la narrativa era similar.
En ese momento, pensé en los 20 años que he asistido o he participado en diferentes movilizaciones, encuentros, proyectos que tienen que ver con los derechos de los y las migrantes y fue cuando me pregunté dónde quedaba todo aquello, en qué se concretaba .
Iniciamos entrevistas con activistas que llegaron a Catalunya en los años 70, o incluso antes, para recoger a sus testigos. Es una parte de la historia de Cataluña muy poco conocida, menos reconocida, pero el legado de este pasado está presente en nuestro día a día, en los derechos que se han conseguido. En este sentido, desde el Instituto de las Desigualdades, se ha realizado un amplio trabajo para rescatar del olvido a estos testigos y abrir este debate sobre la necesidad de una memoria migrante y sobre todo por el reconocimiento social e institucional de las mismas luchas.
Pienso que no podríamos entender nuestra sociedad actual sin incorporar la memoria de las migraciones, tanto de las formas de activismo que han existido y de su legado, como de las instituciones de control de las migraciones que llevan décadas existiendo y que continúan existiendo, como los CIEs y los vuelos de deportación de personas que han vivido aquí durante años.

Jornadas del Instituto de las Desigualdades con la Asociación Terre pour Tous. Foto Mireia Comas

Jornadas del Instituto de las Desigualdades con la Asociación Terre pour Tous. Foto Mireia Comas


A la vez, hizo un gran trabajo con familiares de personas desaparecidas en el Mediterráneo, apoyando a la organización tunecina Terre pour Tous. ¿Qué puedes decirnos sobre esta problemática, todavía hoy tan invisibilizada?
Desde el Instituto lleva dos años trabajando conjuntamente con grupos de activistas tunecinos y con los familiares de los desaparecidos para denunciar las situaciones de violencia en las fronteras, así como para saber qué ha pasado con sus seres queridos.
Aquí se vive como una noticia más, pero en Túnez se produce un duelo colectivo, ya que cada familia conoce a alguien que ha sido víctima de las fronteras. La violencia de las fronteras está muy presente entre todas las personas.
¿Cómo nos explicamos que desde hace décadas sepamos de la existencia de los naufragios y tengamos presentes las imágenes pero todavía siguen pasando?
Resulta contradictorio pretender una defensa de los derechos humanos cuando asistimos a la muerte de las personas en el mar y no existe ninguna apertura de vías legales. Es decir, no es que no sepamos, sino que existe una deshumanización de las personas en movimiento que lleva décadas produciéndose y que hace que, aunque se miren los naufragios a la pantalla, la gente no reaccione de forma masiva. Nunca he visto manifestaciones masivas contra las políticas migratorias y estamos hablando de más de 27 000 muertes, sólo si tenemos en cuenta los números oficiales.